lunes, 1 de junio de 2009

masculinidad femenina


Female masculinity – masculinidad femenina
Judith Halberstam

Introducción a la edición española (2008)[1]

COMPARANDO LAS MASCULINIDADES FEMENINAS

Masculinidad femenina fue publicado en 1998, hace diez años, y ésta es la primera vez que se traduce a otro idioma.[2] Estoy especialmente contenta de que este libro se traduzca al castellano porque creo que la taxonomía de las masculinidades de las mujeres que realicé aquí tuvo especial impacto en los países de habla hispana, donde la masculinidad es reconocida como parte de la identidad de las mujeres queer. De hecho, hay muchas palabras en castellano para referirse a las mujeres masculinas, como “marimacha”, “macha”, “manflora”, “bucha”, “papi” y “bombero/a”, “camionera”, “chicazo”[3] y estos términos utilizados en diferentes culturas hispanohablantes, indica la presencia en estas culturas de subculturas con géneros queer para las mujeres.[4] Términos como “marimacha” o “macha” captan perfectamente la idea de la fusión de una conducta masculina con un cuerpo de mujer. Sin embargo, otros términos, como “bombero/a” y “camionera”, implican una masculinidad relacionada con el trabajo, o una noción de clase social ligada a la normatividad de género; y otros como “chicazo” (tomboy), implican una noción de la diversidad de género basada en la edad[5]. Y el hecho de que exista este abanico de términos para la masculinidad femenina en países de habla hispana también revela los diferentes contextos que hay para la diversidad de género en las diferentes culturas nacionales, y también implica que existe un amplio espectro de posibilidades dentro de cada categoría. En inglés, por supuesto, hay algunos términos que se refieren a la masculinidad femenina dike [bollera], butch, transgender, [transgénero] quizá, y la misma noción de masculinidad femenina ha sido limitada y dominada por lo que parece ser una inevitable relación con el lesbianismo. Por suerte, en un futuro cercano podremos leer estudios sobre las diferentes expresiones de diversidad de género de las mujeres en las culturas hispanoamericanas. A pesar de que se han producido enormes cambios en el sentido y en la forma de resistir al género dominante entre las mujeres en la última década, creo que “masculinidad femenina” sigue siendo un término extremadamente útil y puede que incluso en el futuro demuestre ser más útil que el término “lesbiana”, especialmente para investigadores que hagan comparaciones interculturales de la comunidad queer. También me pregunto por qué no tenemos más estudios interculturales de diversidad de género entre las mujeres, y en este ensayo introductorio sugiero que la diversidad de género de las mujeres no ha sido estudiada por razones que tienen que ver con un rechazo patriarcal a las mujeres con aspecto de hombre, lo que se traduce en una falta de fondos para financiar tales estudios. Con la esperanza de que “masculinidad femenina” consiga traducirse como término, como concepto y como forma significativa de designar un modo de vivir el género, expongo a continuación algunas reflexiones sobre la aplicación de este término que se dan fuera del contexto norteamericano.

ESPAÑA

En el contexto español, “masculinidad femenina” tiene un significado particular. Aunque hablo sólo desde una limitada experiencia sobre la cultura queer española, es evidente que la “masculinidad femenina” es algo muy presente en las comunidades queer españolas y, al mismo tiempo, una fuente de mucha vergüenza y confusión. Al igual que en muchos contextos de Europa y de América, la cultura española permite que aparezcan ciertos modelos de lesbianismo en los medios de comunicación y en la cultura popular, pero se sigue demonizando la masculinidad de las mujeres allí donde aparece (Platero, 2007). Por ejemplo, como Raquel Platero comenta, una mujer masculina (como Raquel Morillas en Gran Hermano) ha tenido visibilidad en la televisión española en los últimos años, pero sólo como una curiosidad para debates morbosos sobre las formas aceptables e inaceptables de la identificación lesbiana.
El trabajo de las artistas visuales de vanguardia y queer Cabello y Carceller quizá representa mejor los debates sobre la masculinidad en el contexto lesbiano español. Estas dos artistas, que trabajan en colaboración, realizan complejas fotografías sobre la masculinidad, los reflejos en espejos, el compartir, la unión y el ser. La imagen de Cabello y Carceller de una figura con dos cuerpos de mujer unidos, uno como el falo del otro, representa también los dos cuerpos vinculados por dispositivos fálicos protésicos. Esta es una complicada presentación de la masculinidad, no como algo singular sino en espejo, no orgánica sino manipulada política y estéticamente. Autorretrato como fin de fiesta (en el libro aparece la imagen en blando y negro) por ejemplo, una hermosa imagen de dos cabezas inclinadas hacia adelante, chorreando agua que les cae como fuerza desde arriba, aporta una reflexión personal sobre la naturaleza construida de la masculinidad. Colocadas sobre un bello fondo naranja que se refleja en las camisetas color mandarina que viste cada uno de los torsos de las fotografías, las dos cabezas mojadas captan lo resbaladizo de la masculinidad. La tensión de la masculinidad entre movimiento y reposo circula entre los dos cuerpos y también sobre la superficie de cada cuerpo individual. Cabello y Carceller muestran repetidas veces repetidas veces la masculinidad como este reflejo de lo mismo como diferencia, a menudo colocan dos cuerpos uno junto a otro haciendo la misma actividad, pero haciéndola de forma ligeramente distinta. En Autorretrato como fin de fiesta las dos figuras van vestidas igual, las dos cabezas están empapadas de agua, pero la cabeza de la izquierda está más inclinada hacia abajo, de modo que sólo vemos su pelo y la parte alta de la cabeza. La figura de la derecha está inclinada en un ángulo ligeramente distinto, de modo que vemos parte de su cara y el agua fluyendo sobre ella. En ambas imágenes la identidad se plantea como un problema que debe interpretarse entre los cuerpos: nuestros ojos van y vienen entre ambas imágenes, intentando comprobar que cada cuerpo es singular y que seguirá siendo singular, pero, a la vez, comprendemos que las dos imágenes no pueden separarse. La masculinidad, en este proceso, es un procedimiento de disolución y también de construcción: la masculinidad salta de un lado a otro entre las dos imágenes como un género ambiguo que busca una fijación fotográfica.
La obra de Cabello y Carceller y las investigaciones teóricas de Raquel Platero y de otras personas prueban que la masculinidad en el contexto queer español es algo controvertido, una negociación continua entre las presiones para asimilarla y los deseos de ciertas subculturas por crear géneros nuevos y diferentes. Otras investigadoras de la masculinidad femenina de diferentes contextos hispanohablantes (los trabajos de Deb Vargas, Licia Fiol-Matta, Juana María Rodríguez, José Esteban Muñoz y otras personas) confirman la presencia de la masculinidad femenina como una variable constante en los siglos xx y xxi de identificación lesbiana, en muy diversos contextos hispanohablantes. A veces la masculinidad femenina puede ser descrita como un subapartado de las culturas “macho”, a veces como una imitación de estas y a veces como una variante potente con su propia lógica. En su trabajo sobre las culturas queer mexicanas y mexicano-estadounidenses, por ejemplo, Deb Vargas (Vargas, 2007) analiza la adaptación de los estilos “latino-macho” que hacen las lesbianas latinas. En su trabajo sobre la escritora chilena Gabriela Mistral, Licia Fiol-Matta comenta que la masculinidad de Mistral es, en realidad, lo que permite su construcción como un ícono nacional (Fiol-Matta, 2002). Y el trabajo fascinante y original de Gabriela Cano sobre Amelio Robles, una soldado de la revolución mexicana que iba vestida de hombre, muestra que podemos encontrar la masculinidad femenina y la masculinidad transgénero no sólo en el corazón de la cultura masculina dominante, sino también como un elemento en las crisis políticas de comienzos del siglo xx.[6] Queda aún mucho trabajo por hacer sobre el impacto histórico y político que ha tenido la diversidad de género de las mujeres en el contexto español y en el de América Latina.

Mi libro, en realidad, es más bien una introducción a este tema y es algo limitado, porque se centra en una sola cultura. Cuando estaba escribiendo mi libro Masculinidad femenina, no suponía que la “masculinidad femenina” fuera un fenómeno exclusivamente euroamericano, pero tampoco tenía los recursos ni la capacidad para hacer un estudio intercultural. Además, era muy consciente de que es muy fácil hacer comparaciones chapuceras o, lo que es peor, arrogantes entre culturas, especialmente cuando las hacen profesionales de los estudios culturales. Al mismo tiempo, tenía la corazonada de que la “masculinidad femenina”, precisamente porque designa un modo de ser marcado por el género, más que una identidad, en realidad sí tiene aplicaciones interculturales. Como consecuencia de la publicación de mi libro visité Taiwán, Japón, Hawai, Europa Oriental y Australia, y entonces vi que el término, a pesar de lo impreciso que resulta en mi libro, puede encontrarse en otros contextos culturales donde los roles de género son un elemento de las comunidades eróticas del mismo sexo. La masculinidad femenina no puede “explicar” o categorizar a las T de Taiwán, las onnabe de Tokyo o la “marimacha” de América Latina, pero puede servir de categoría paraguas para describir una gran variedad de prácticas de cruce de géneros.
Como comento en el primer capítulo, en el contexto liberal de los Estados Unidos y Europa, la historia moderna gay y lesbiana ha favorecido un discurso de progreso donde las parejas del mismo sexo han prosperado hacia su liberación a finales del siglo xx, derrocando la tiranía que existía contra la diversidad de género, cuestionando las identidades de género normativas y los papeles establecidos. Las concepciones de comienzos del siglo xx sobre el deseo entre personas del mismo sexo, siempre representaban a los homosexuales y a sus compañeros “pseudo-homosexuales” como invertidos, y esas parejas siempre parecían destinadas a la soledad y a la desgracia. Cuando el discurso médico occidental, en la década de 1970, situó la variación de género como algo separado de homosexual, y reconoció una nueva posición subjetiva en la persona transexual, el vínculo que creaba una continuidad entre variación de género y homosexualidad fue considerado un anacronismo y algo prepolítico. Hoy en día, en Estados Unidos y en Europa, especialmente dentro de las comunidades de gays y lesbianas blancos, “el mismo sexo” es una descripción tranquilizadora de la estabilidad feliz del sistema sexo-género.[7] Y así, aunque los investigadores estadounidenses encuentran pruebas de homosexualidades con cruce de géneros por todas partes, tienden a interpretarlas como algo totalmente diferente de los modelos europeos y americanos, y como algo premoderno. Esto produce el extraño efecto de borrar de las homosexualidades occidentales la importancia central que tiene la identificación con el otro género, y de proyectarla en otras formaciones sexuales, como un fenómeno “prepolítico”. De este modo, en Estados Unidos y en Europa, muy a menudo, la identificación con el otro género será considerada como el fracaso de uno para asimilar el género normativo y la moderna comunidad gay.
La persistencia de géneros queer, el par butch-femme por ejemplo, a veces se explica como un fenómeno de clases trabajadoras, o los analistas lo asocian con las mujeres de color, pero hay una enorme resistencia a aceptarlo entre las lesbianas blancas cultas y de clase media. El rechazo de los géneros queer entre las lesbianas blancas cultas de clase media es especialmente incomprensible después del amplio debate que ha habido en los últimos años en el mundo académico sobre la “performatividad”, el constructivismo y las formas no naturales de corporeidad (Butler, 1990; 1993; 2004)[8] ¡Resulta que, en realidad, a menudo es la misma gente que está teorizando la construcción del género la que a la vez rechaza el uso de roles! En mi opinión, esto no tiene ningún sentido e indica que se sigue manteniendo una sospecha sobre la masculinidad en las mujeres, y que existe una confusión generalizada sobre el sentido de la rigidez y la flexibilidad del género.
Como los investigadores gays y lesbianos de Estados Unidos y de Europa desconfían de la identificación con el otro género en sus propias comunidades, se sienten bastante desconcertados cuando estudian identidades y deseos entre personas del mismo sexo o transgéneros en otros contextos culturales, y hasta hace muy poco no han sido capaces de enfrentarse a estos desafíos. Algunos investigadores han explicado las identificaciones transgénero de mujer a hombre en otros lugares como algo debido a la ausencia de un contexto feminista (Blackwood y Wieringa, 1999); y otros han considerado el deseo entre personas del mismo sexo como algo completamente inexistente en contextos no occidentales. Yo creo que términos como “masculinidad femenina” podrían ser útiles en estos nuevos estudios, ya que no asumen el modelo euroamericano como el fundador de todos los sistemas eróticos. El modelo euroamericano es especialmente inapropiado para la comparación, ya que está sesgado por la creencia neoliberal en la capacidad de los individuos para determinar sus propias modalidades de género. Así, muchos jóvenes queer en contexto de Estados Unidos y Europa evitan término como butch y femme porque creen que esas “etiquetas” son parte del problema, en vez de ser una forma de resolverlo. Esta creencia liberal en la capacidad individual para estar por encima de las tipologías sociales contribuye, en realidad, a que los investigadores europeos y americanos desconfíen sobre la existencia de roles de género en contextos queer en otros lugares.


Diversidad del género intercultural
A pesar de la inversión que se hace en Europa y en EEUU para estudiar “las relaciones entre personas del mismo sexo”, la diversidad de género ha suscitado una especial fascinación entre los antropólogos del sexo. Especialmente en el caso del transgenerismo de hombre a mujer, las personas que cambian de género y sus comunidades, en muchos lugares, han sido investigadas de forma excesiva. De hecho, podríamos llegar a decir que la fascinación antropológica por la diversidad de géneros ha tenido el efecto de sobrerrepresentar a estas personas y hacerlas exóticas, cuando estudiaban identidades o prácticas de las minorías sexuales. La fascinación por los hijaras en India, por ejemplo, o los bakla en Filipinas, o los onnabe en Japón, o los travestis en Brasil ha tenido diferentes efectos: primero, ha convertido a estos grupos de género diverso en representantes de las prácticas transgénero en estos lugares; y segundo, ha vinculado la diversidad de género con el trabajo sexual, creando confusión sobre cuando una identificación con el otro género se hacía con el fin de vender sexo y cuando tenía otro tipo de motivaciones. Los antropólogos parecen estar poco interesados en las identificaciones transgénero al margen de los contextos del trabajo sexual. A menudo se han centrado en la variante de género “mujer” en vez de los transgéneros de mujer a hombre, o en los transgéneros masculinos, y quizá por esta obsesión por las trabajadoras sexuales (lo que realmente merecería ser estudiado para saber cómo los antropólogos obtienen su información y sus fondos) la investigación sobre las transgéneros hombre a mujer domina el campo de investigación. Las trabajadoras sexuales son, probablemente, más fáciles de encontrar que las mujeres que pasan por hombres o que las mujeres masculinas en una comunidad concreta. Pero ¿porqué ha habido tan poca investigación sobre el transgénero con cuerpo de mujer[9]? Y cuál es la conexión entre los fondos de investigación y el sida/el trabajo sexual, etc. y cuántos fondos existen para investigar a “las mujeres” cuando no se trata de una preocupación por la salud per se, o de un circuito económico informal? ¿Cuáles son los problemas concretos de las mujeres investigadoras queer que estudian prácticas sexuales queer?
Cuando se da el caso de mujeres antropólogas que sí están interesadas en la variación de género, la investigadora a menudo ha sido cuestionada por esa fuerte desconfianza feminista contra la masculinidad. En realidad está justificando preguntarnos si la antropología “feminista” no habrá obstaculizado el trabajo sobre las mujeres que cambian de género, al no haber hecho una autocrítica a sus propios prejuicios, y por haberse dedicado “a la búsqueda de las lesbianas” como prioridad . Por ejemplo, cuando las mujeres masculinas han sido objeto de estudio en la antropología quuer contemporánea, a menudo se ha acusado al estudio de ser un ejemplo de elaboración “lesbiana” prefeminista. Algunos investigadores han interpretado estos contextos queer sólo por medio de una concepción norteamericana de la “lesbiana” como “feminista” “que se relaciona con el mismo sexo” y “andrógina”, y los han considerado meras trampas del patriarcado. En muchos contextos, las redes feministas facilitan las investigaciones sobre el deseo entre personas del mismo sexo en cualquier sitio, de modo que el acceso al estudio se hace por medio de un grupo culto y politizado, en vez de por medio de contactos ajenos a las redes académicas. Además, en muchos sitios, existen una serie de conflictos muy complejos entre las feministas y los queers que cambian de género, de modo que estos sujetos con géneros diferentes son continuamente interpretados por su relación conflictiva con el feminismo. Esto ocurrió así, por ejemplo, cuando visité Taiwán para hablar sobre “masculinidad femenina” en 2001. En el “Sex Center” de Taipei había una serie de claros conflictos políticos entre los pro-sexo, los queer de varias clases sociales, el movimiento transgénero y el feminismo académico.
La masculinidad femenina crea un puente entre el “problema feminista” y el problema de “buscar a las lesbianas”[10] porque es un concepto mucho más flexible que la categoría “lesbiana” y no genera las mismas expectativas sobre la equivalencia entre el feminismo y la “neutralidad de género”. La masculinidad femenina puede describir formas de identificación de género para muchos grupos que han sido calificados como “lesbianos” y permite hacer una descripción de ellos, en vez de absorber a estos grupos queer en una categoría preexistente. Terminaré con algunas áreas de investigación que me parecen interesantes para futuras investigaciones sobre la masculinidad femenina en Asia, América Latina y en otros lugares.

1 – La masculinidad femenina y el trabajo sexual. En Japón en concreto, pero probablemente también en otros sitios, las culturas del trabajo sexual incluyen servicios para mujeres que buscan relaciones con parejas no masculinas. Las onnabes en Japón, trabajadoras sexuales masculinas, han producido mucha fascinación en Estados Unidos, e incluso existe una película sobre tres onnabes, Shinjuku Boys. En la investigación sobre onnabes que he conocido se especula sobre porqué las mujeres podrían alquilar una especie de “sucedáneo del hombre” para tener compañía, y sobre si existe o no relación sexual entre la onnabe y la cliente. También surgen preguntas sobre el grado de identificación transgénero de la propia onnabe. En el caso de las onnabes, yo las estudiaría en relación con otros análisis del trabajo sexual y del transgenerismo, y no asumiría ninguna relación esencial entre la onnabe y la identificación con el otro género. La masculinidad femenina puede ser útil como una categoría cajón de sastre que rehace la clasificación de esta relación como lesbiana, y que también rechace decidir a priori si estas personas de compañía son transgéneros. Aquí, como en otros contextos, el deseo de la cliente, es una parte realmente importante del fenómeno y no debería pasarse por alto por las prisas en clasificar a las onnabes.

2 – Chicazos. En su investigación sobre T-Po, Antonia Chao sostiene que “t de tomboy” [tomboy = chicazo] podría ser un término que entró en Taiwán por la presencia de soldados estadounidenses. Creo que un proyecto sobre los “chicazos” que fuera intercultural y que buscara similitudes y diferencias podría ser muy fructífero. ¿”Chicazo” es siempre un término despectivo americano? ¿Cuáles son las relaciones entre chicazos y trabajo sexual, chicazos y trabajo, chicazos y edad?

3 – Compañeras de las mujeres masculinas. A veces la pareja del “chicazo” también tiene un término: en Taiwán es Po, de la palabra del cantonés para “mujer”; en Tailandia es dee, que significa “señora”. Se deberían realizar más estudios comparativos sobre las relaciones entre estas categorías en las distintas culturas. En muchos lugares la “señora amiga” es alguien que entra y sale de la cultura queer, o que entra y sale de una relación concreta con una compañera masculina. A menudo la “señora” se casa. ¿Qué tipo de descripción o categoría cubre temporalmente este conjunto de deseos? ¿Cómo funciona socialmente? ¿Cómo influyen las definiciones de lo que es ser mujer y de la feminidad en general?

Conclusiones
Como autora que no es antropóloga, y como académica que por lo general no realiza investigaciones comparativas transnacionales o interculturales, he presentado estos comentarios aquí de forma tentativa, con un gran respeto por las investigaciones llevadas a cabo por otras personas. Cuando terminé mi libro sobre drag kings, a menudo me preguntaban sobre los vínculos entre las culturas drag kings y las culturas de performances travestis en Japón, o sobre el sentido de palabras como “chicazo” y “marimacha” en relación con la butch. Me negué entonces, y me niego ahora, a hacer comparaciones fáciles entre un fenómeno teatral como la revista Takarazuka y actuaciones drag occidentales, o entre butch-femme y las culuras T-Po, o entre butch-femme y las variaciones de género latinas. Sin embargo, sí creo que algunos fenómenos queer pueden y deben ser tratados interculturalmente. El marco de “lesbianas”, como confirman trabajos actuales, es limitado y no sirve para describir las complejidades de las prácticas sexuales y la diversidad de género, ni modalidades especiales de género orientadas al trabajo, que se suelen llamar “deseo por personas del mismo sexo” en diversos lugares. La interacción del enfoque poscolonial con la teoría queer, y la de investigadores diaspóricos y locales con una antropología norteamericana, promete nuevas aportaciones sobre el deseo y el sexo entre mujeres en un futuro próximo: “mujeres que aman a mujeres” es una de las formas menos atractivas de comprender este trabajo. Yo propongo la expresión “masculinidad femenina” como un marcador, como un índice y como un término para estudiar las formas creativas de ser personas con géneros queer, que parejas y grupos cultivan en una gran variedad de contextos translocales.
Judith Halberstam, 2008

[1] La autora ha tenido la amabilidad de escribir una introducción para la edición española del libro. Por ello ponemos la fecha de 2008, para diferenciarlo del prólogo original de 1997.
[2] Agradezco a Javier Saéz la traducción de este libro y su ayuda en esta introducción.
[3] (Esp) no indica identidad lesbiana, sino chica de aspecto, gestos y hábitos masculinos, sobre todo en niñas y adolescentes.
[4] Me han ayudado con estos términos y con su uso Raquel Platero, María-Elena Martínez, Deborah Vargas y Gema Pérez-Sánchez.
[5] Gracias a Raquel Platero por su explicación detallada de estos términos, ella comenta además que “bollo” y “bollera” se usan para dyke…(boyera se refiere a alguien que trabaja con bueyes, es decir, alguien que hace un trabajo de hombre). Platero nos recuerda también que hay un uso diferente de los términos entre España y los países de América Latina. Por ejemplo, Fernández Rasines escribe: “En Latinoamérica “bollo” se utiliza para la vulva de las mujeres, y no significa lo mismo que en España. Allí parece que tiene su raíz en “boyera”, alguien trabaja con bueyes…, un duro trabajo de hombres,… Una “boyera” es una mujer que hace algo que no es propio de su género... También bollera es la mujer que vende bollos en el mercado, algo parecido a las “tortilleras” y “areperas” de América Latina (alguien que hace tortillas).

[6] Los trabajos de Cano y de Fiol-Matta nos recuerdan que la diversidad de género dependen de historias nacionales particulares, que puede ser más o menos rechazada , más o menos temida o más o menos medicalizada en diferentes culturas.
[7] Veamos, por ejemplo, la enorme popularidad de la serie de televisión lesbiana L. Esta serie muestra a la butch como un anacronismo y al transexual como alguien molesto, y prefiere presentar el lesbianismo como normativamente femenino y “del mismo sexo”.
[8] Obviamente la obra de Judith Butler es el mayor y más influyente ejemplo de estos análisis sobre el género. En el género en disputa, Cuerpos que importan y en menor medida Deshacer el género, Butler plantea la imposibilidad de un género “original” y desvela la “matriz heterosexual” que produce tanto el género normativo como los géneros queer.
[9] Una vez más, algunos de estos trabajos acaban de comenzar a publicarse. Ver el libro de Megan Sinnott Toms And Dees: Transgender Identity and Female Sez Relationships in Thailand (Honolulu: University of Hawaii Press, 2004); y Ara Wilson, The Intimate Economies of Bagkok: Tomboys, Tycoons and Avon Ladies in the Global City (Berkeley y Los Angeles: University of CA Press, 2004).
[10] Lo que quiero decir cuando me refiero al problema de “buscar a las lesbianas” es que a menudo los investigadores sólo van buscando lo que ya conocen previamente y reconocen como queer. Pueden estar en presencia de formas de lesbianismo silenciadas o de género cambiado, pero deciden no considerarlas porque parece que se trata “sólo de amistad” o las rechazan porque son mujeres que “parecen hombres”.

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