martes, 7 de julio de 2009

nesta quinta 9-7 : Los congresos

Olá amigas! Como semana passada achamos nosso debate interessante demais e tempo de menos para o texto tratado, que nos fez aprofundar nossas posições relativas a monogamia obrigatória e as sexualidades desorganizadoras, decidimos continuar na mesma linha na quinta. Faremos isso lançando mão da literatura; por esta razão, o conto não será traduzido.
Abraços rebeldes e nos vemos na quinta-feira 9 de julho , 19.00 hs. na casa da Ramiro.

Fones: (51) 3333-3538 9239-1891 9253-4300



Los congresos

Yoseli Castillo Fuertes


Mi primera orgía pasó espontáneamente, sin planificación. No como las anteriores. Ésas, por supuesto, metódicamente fracasaban. Ésta no. Todo empezó en la reunión. Las tertulias entre mujeres tienen la capacidad de afectar las hormonas increíblemente. Después de un congreso feminista, de los derechos humanos o de lo que sea, siempre hay chismes la mañana siguiente, siempre hay quien pone en práctica las teorías, o quien, arrastrada por el aire de libertad, se olvida de su marido o de su novia y cede por unas noches cada año.
Yo, como siempre, fui una de las primeras en llegar a la reunión. Cada vez que nos reunimos siento que estoy haciendo algo ilegal y revolucionario a la vez. Me excito al pensar que organizaremos un desfile homo aquí en La República y al esperar alguna chica nueva que se una al grupo. Me gusta llegar temprano para ver a todas las que entran. Después de saludarlas me invento historias sobre ellas. Sé que es mejor hablarles y conocerlas, pero soy tímida y me cuesta. Además, inventando me divertía mucho más. Eso fue hasta esa noche. Mi vida cambió después de ese encuentro.
La noche no se divisaba fuera de lo normal para mí hasta que llegaron las gringas. Cuando las vi entrar no podía decidir cual de las dos me gustaba más. Las dos eran lindas pero parecían pareja. Intenté no prestarles mucha atención. Cambié de opinión cuando las conocí. La flaquita, cuando nos presentaron, me abrió las piernas con sus ojos. Su mirada era tan penetrante e intensa que su calor me desvistió al instante. Jackie se llamaba. Traté de ignorarla puesto que no sabía si la gordita era su novia. Esa se llamaba Pat. Para evitar pensar en ellas y empezar a crear mis cuentos eróticamente fantásticos, decidí hablar más de la cuenta con las chicas, especialmente con las que conocía de reuniones anteriores. No quería que nadie me viera en ésas. Me sentía desnuda y podría apostar que la libido se me notaba en la cara. Después de un rato, y sin poder evitarlo, Pat se apoderó de mi atención. Era alta, voluptuosa, poco común para las gringas; con el pelo largo, suelto, rizo, como una cibaeña sin desrizar. Llevaba una libertad encima que le relucía en su ropa ancha, en su risa menuda. Me pasé la noche observándolas a las dos, buscando y esquivando la mirada de Jackie, intentando absorber la energía de Pat.
La reunión terminó sin ninguna novedad excitante. Unas se marcharon inmediatamente después; otras se quedaron, inquietas. Yo caminaba de grupito en grupito a ver que se movía. Algunas querían bailar pero era temprano. Otras querían quedarse en el departamento un poco más. Otras querían cerveza en un bar cercano. Estábamos en la Zona Colonial y todo esto era posible. Lo difícil era tomar la decisión entre conversaciones sobre la doble moral de este país, las ex-novias y las familias que saben o no saben. Yo seguía rondando, evitando sumergirme en mis fantasías de siempre en el sillón de la esquina. Hablé brevemente con Jackie. Me interesó aun más por su aparente fragilidad pero con un vigor electrizante concentrado en los ojos, los gestos de sus manos, sus hombros medio huesudos. Hablaba poco español, pero logramos entablar una conversación a nivel de vacaciones. Pat, sin embargo, lo dominaba muy bien. Había visitado varias veces el país y hasta vivió aquí por varios meses. En mis vueltitas también conocí una “dominican york”, poeta, que al final de la reunión leyó unos poemas que sirvieron de tema de conversación hasta casi el final de la velada. Se llamaba Ana Lucía y ella terminó sacando a todo el mundo con destino a un bar. Mientras bajábamos las escaleras decidimos ir a La Cafetera, un bar al aire libre en la Zona Colonial. Éramos ocho y todas nos fuimos en el sedan de la organizadora de la reunión y la matrona del grupo, la Dra. Paulino. Al montarme sufrí un flash back de carro público camino a la universidad a la una de la tarde. Pero nada que ver. Nunca había tenido tantas mujeres así, tan cerca, respirándome, respirándolas, sintiéndolas encima, al lado, detrás, por todos lados. Yo sólo respiraba, profundo, sin moverme, para no derrumbar la torre Babilónica que formábamos. Hasta cerré los ojos por un momento para sentirlas aun más pegadas, mientras las mujeres hablaban de ex-amigas, de la ultima fiesta en Amazonas, de la limitada vida nocturna de la capital. Yo iba callada. Soy muy tímida y sólo hablaba cuando era necesario.
En La Cafetera encontramos a mi amiga Isa tomando una cerveza con un grupo y necesitando una excusa para cambiar de ambiente. Después de un par de frías nos fuimos a Ohara’s con dos de las amigas de Isa. Ohara’s es el primer y más antiguo bar para mujeres en la República. Es una institución. Siempre iba con mi “amiga” Sara, la que creía era para toda la vida, y que sólo fue una vida de cinco años. Todavía voy de vez en cuando. Es el único lugar donde una se siente como en familia, en casa, con patio y todo. Ahí estuvimos más de dos horas. No bailamos porque nos pasamos la noche conociéndonos mejor, oyendo a Ana Lucia traducirle algunos poemas a Jackie y saboreando los últimos chismes de las parejas recién formadas o separadas. A las tres de la mañana todavía un grupo no quería irse a casa. Yo, neutral como siempre, tampoco quería terminar la parranda y esperaba a que se tomaran las decisiones. No me importaba el hecho de que tenía servicio en el hospital a las ocho de la mañana. Siete decidimos comprar un par de Presidentes jumbo y volver al departamento. La Dra. sugirió la azotea. Ella quería dormir y limpiar un poco el desorden de la reunión y la cena. Nos indicó donde dormir si alguna decidía quedarse. Me excitó el pensar que cinco dormiríamos en un cuartito, en una sola cama. Sólo cinco porque sabía que Margarita dormiría con ella. No quise hacerme muchas ilusiones pues siempre mis fantasías dionisíacas se me deshacían sin empezar a cuajarse. Dejé que todo tomara su curso sin mi intervención de mal agüero.
En la azotea Ana Lucia sugirió un juego llamado “Truth or Dare”, (verdad o reto). Lo explicó y sugirió limitar las preguntas para hacer el juego más interesante, más atrevido. Nunca lo había jugado y me tocó ser la primera víctima. Jackie y Pat lo habían jugado antes y llevaban mucha ventaja sobre mí y sobre Isa, ambas novatas. Jackie retó a Ana Lucia a que me besara. Puedo jurar que Jackie disfrutó el beso más que yo, pues no paró de mirarme y sonreírse sádicamente. Como se podría adivinar, luego le tocó a ella. Todas entrelazamos besos tímidos que luego se repartieron entre tres y cuatro a la vez. Las gringas movían el juego a niveles cada vez más peligrosos. Los retos se enfocaron en los senos, tocarlos, besarlos, mordisquearlos. Yo nunca había visto las tetas de Isa y a la luz de la noche me parecieron perfectas, redondas, firmes, grandes, negras. Las de Jackie se parecían a las mías, recién nacidas, pero eso no evitó mi pavor cuando a Pat le tocó chupármelas. Me recosté a la pared, mirando el cielo, sintiendo el dolorcito de la brisa en los pezones, luego cerré los ojos, alucinando, pues no podía creer que estaba yo allí, en una azotea dejándome llevar por estas ganas que yo creía prohibidas en este lado del mundo. No pensé en Sara en lo absoluto. Cada vez que tenía la oportunidad de conocer a alguna mujer, Sara lo arruinaba. No podía olvidarme de ella y nunca iba más allá de una conversación trivial con la posible amante. No pensé en nada más de lo que mi cuerpo sentía, especialmente cuando me tocó a mí y a Isa devorar el torso de Pat. No pensaba, sentía, saboreaba, me dejaba llevar, entre lenguas y manos ebrias que me guiaban y me seguían. Hubiera podido pasar así toda la noche, besando, tocando, jugando, pero las gringas ya se habían cansado de jugar. Pat fue la que bruscamente dijo, y en inglés: “Let’s get to the sex”. Ninguna necesitó traducción. Se había acabado la cerveza y necesitábamos algo más. Bajamos y ya no me sentía tan tímida. Isa y yo conocíamos bien la casa y las guiamos al cuarto. Con desesperación todas nos desnudamos a la vez. Yo no me atreví a iniciar nada. Todavía no me sentía segura ni tenía una forma de verificar que no estaba alucinando por el alcohol. Me detuve un instante a observar las columnas de cuerpos desnudos, uno negro, uno rosado, uno canela, y el otro alechado. La dinámica era divina. Las manos, las bocas, las caderas, las piernas se movían, en cámara lenta, entre sí. Hubiera podido quedarme así por un largo rato, mirando, oliendo, deseándolas a todas a la vez, pero Ana Lucia me tomó de la cintura y me atrajo hacia si. Me besó con tanto deseo como si no lo hubiera hecho antes. Ya estaba en el grupo y sentí que todo era permitido. Nos acostamos, nos sentamos, nos hincamos, nos paramos, nos movimos por todos lados y la verdad no sé como cupimos todas en la cama. Éramos un revoltijo, una pila de soga, mojadas, entrelazadas, apretadas, formando un cuerpo, con una misma forma, deseo, olor, sabor.
Isa y Jackie se emparejaron por un largo rato. Quedamos Pat, Ana Lucia y yo. De reojo miraba el cuerpo blanco de Jackie sobre el negro de Isa, sus movimientos lentos, precisos. No sabía si poner más atención a mis manos humadas y tibias dentro de Pat o a los quejidos satisfechos de Isa o a los gritos de Ana Lucía por los mordiscos de Pat. Intercambiamos y compartimos dedos, bocas, vientres. Todo a la vez, y otra vez. Todo pasó sin discutir reglas. Todas sabíamos los límites del deseo y del sexo seguro. Tuve la tentación de probar la fuente, el semillero responsable por el impregnante olor a sexo, pero me conformé con adivinar el sabor suave de Jackie, el salado de Pat, el agridulce de Ana Lucía. No me interesó el de Isa y lo olí agrio, seco. Aun desnudas respetábamos nuestra amistad.
Después de unas horas, ya exhaustas, más sobrias, y preocupadas por los vecinos que se levantaban para ir a trabajar, terminamos. Yo por lo menos, tenía que llegar a casa. Necesitaba mi uniforme y un baño. No tuve tiempo de desayunarme y compré tres cafés en frente del hospital. La verdad que no me sentía cansada. Estaba eléctrica, ansiosa, con una energía que yo como médico no podía explicar. Todo el día en el hospital, no pude borrarme el olor de las manos, del pelo, de todo el cuerpo. En cualquier momento me perdía en una escena y me estremecía, me mojaba. Mi cuerpo se había transformado. Podía sentir cada parte de él, cada poro, cada nervio. Estaba completamente sensible, percibía la proximidad de otro cuerpo y reaccionaba automáticamente. Era una fuente constante de placer, de una descarga eléctrica que no sabía cómo manejar. Cuando llegué a casa decidí llamar a Pat y a Jackie. Estaba segura de que ellas sabrían qué hacer con él. Ahí empezó nuestra peculiar relación. Aprendí mucho con ellas, especialmente cómo escoger las parejas perfectas para los juegos del amor. Ya en las reuniones, congresos o fiestas no me siento en el sofá de la esquina a inventar fantasías, no. Las creo, las actúo, y de vez en cuando las comparto por escrito o como una anécdota de introducción para la próxima orgía.
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Este cuento está publicado en el libro Desobedientes - editorial en la frontera
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